lunes, 19 de junio de 2006

Nostalgia

Ella siempre me había dado un poco de miedo: tan alta, tan grande; sus ojos verdes de gato, como los de mi padre; su pelo blanco, su vestido negro, siempre sola.
Más tarde descubrí que yo a ella también le daba miedo. Mientras trabajaba en la cocina yo me tendía en el suelo, cerraba los ojos y con las manos cruzadas sobre el pecho le decía: “¡Mira abuela!: Estoy muerta”. Asustada se lo contaba a mi madre y le decía: “Esta niña se te la va a llevar Dios”. Después supe que de los siete hijos que tuvo sólo vivieron tres. Murieron todos siendo niños: los mellizos, Francisco y Leonardo, su única hija, Marina, y el pequeño, Santiago. Entonces entendí porque se asustaba tanto con mis juegos de niña siniestra.

Su casa estaba llena de misterios, de puertas cerradas, de fotos de gentes de otra época que se parecían a nosotros. Recuerdo entrar en aquella casa, inmensa, siempre en penumbra, recorrer el zaguán y el largo pasillo hasta el patio. El olor embriagador del rosal de rosas rojas del arriate. Entrar en la cocina y verla de espaldas, con las mangas remangadas apretando sobre la tabla donde hacía el queso.

Un día me llevó hasta la sala, abrió uno de los cajones de la cómoda y sacó una muñeca y un juego de café de porcelana china y me dejó jugar con ellos, supongo que en un intento de quitarme de la cabeza mis juegos macabros e instruirme en juegos más apropiados para una niña de cinco años.

El día que murió vino a verme. Me miró desde la puerta de mi habitación con sus ojos verdes de gato y me sonrió. Y entonces no tuve miedo, sólo nostalgia de su ausencia.

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