El silencio que todo lo cura

Lo mejor de mis vacaciones: mi estancia en el pueblo. Me hubiera quedado allí para siempre: paseos matutinos por la sierra; alguna excursión por los pueblos de alrededor; tardes de siesta eternas, en las que te da tiempo de dormir, de hacer el amor, de leer, de no hacer nada sentada en un sillón de mi casa, a solas conmigo, escuchando atentamente el silencio de la casa grande, fresca, solitaria... Observando las frondosas pilistras encantadas del sitio donde les ha tocado vivir, a los sotarraños alrededor de las flores, alrededor del naranjo del arriate, bajo una luz que duele, reflejada sobre el blanco infinito de la pared del patio. El color azul intenso de un cielo partido a la mitad por los olivos verdes, por las peñas grises... El olor a higuera, a orégano, a tomillo, a albérchigas... El sonido de las gallinas, de algún perro que ladra en la lejanía, de alguien que saluda a un vecino que se acaba de encontrar en el camino. Las moras negras empolvadas por la tierra seca y amarilla de las veredas; los guarros bajo la sombra acogedora de alguna encina; las fuentes que brotan del suelo bajo un pequeño bosque de chopos...
Cuando llego a la ciudad sólo me apetece adentrarme de nuevo en ese silencio, y aunque no huele igual y el sonido lejano de los animales ha sido substituido por el de los coches, me apetece quedarme en casa, a solas conmigo, guardando luto por lo que he perdido y aprendiendo de nuevo a afrontar la salvadora rutina del día a día de cada mes de cada año...